Todo el piso estaba vacío. Los muebles, los cuadros, las cortinas, todo había desaparecido, en cambio, una espesa capa de nieve inundaba suelo, paredes e incluso en el techo se había formado una capa de escarcha. Dentro del piso el frío era más insoportable que fuera. Parecía como si se hubiera mudado allí toda la Antártida. De un momento a otro pasarían una familia de pingüinos, seguro. Y así fue, salieron de la cocina cinco pingüinos y se dirigieron hacia el dormitorio de Winnie de Pooh. Éste era mi compañero de piso. No se llamaba así, claro está, su nombre era Eduardo, pero lo de Winnie de Pooh iba más con su personalidad y su aspecto que Eduardo. Era muy depresivo, casi siempre estaba angustiado por todo lo que a su alrededor pudiera pasar, hasta el punto que decidió no salir de su cuarto hasta que se encontrara con más ánimo. En realidad ya no salió de ahí en mucho tiempo. El encierro voluntario le cambió el tono de piel pasando de blanquecino a amarillento. Por eso el sobrenombre de Winnie.
No podía imaginarme qué había ocurrido para que todo estuviera así. Pero me temía que pronto iba descubrirlo.
No podía imaginarme qué había ocurrido para que todo estuviera así. Pero me temía que pronto iba descubrirlo.
En el salón estaba El Hada, mi otra compañera de piso. Evidentemente no era su nombre tampoco, pero la historia de éste era más privada y personal. Nunca quise preguntarle el por qué, pero creo que tenía que ver con unos “polvos mágicos” o no sé qué. Estaba casi irreconocible con la cara azulada por el frío.
- ¿Qué ha pasado?
- Tía, una desgracia, una desgracia.
- Pero, ¿por qué esta todo lleno de nieve? en la calle hace un calor insoportable y todo el edificio está congelado
- Una desgracia, tía, una desgracia.
- Pero, dime porqué de una vez
- No lo sé, no recuerdo nada de nada. Creo que mis neuronas están congeladas por este frío del demonio.
En un rincón del salón había una improvisada hoguera con restos de sillas, muebles, libros y demás. La tía loca ésta había quemado todo lo que había en el piso. Y ahora dónde nos sentaríamos o dónde dormiríamos. Encima no se acordaba de nada.
- ¿Y Winnie de Pooh?
De pronto empezó a llorar y a patalear en el suelo. Gritaba y temblaba a la vez, no sé si de frío o de miedo o de algo que se hubiera tomado de poca legalidad. La miraba entre el asombro, la compasión y la risa, sin saber muy bien si consolarla o darle una patada en la cara para hacerla callar. Ella seguía con sus gritos y sus aspavientos, cayéndole los mocos y las lágrimas por toda la cara.
Me dirigí a mi cuarto intentando encontrar algo de normalidad en todo aquello. Al abrir la puerta encontré a cuatro personas jugando una timba de pócker, me miraron durante unos segundos y luego siguieron con sus apuestas y demás. Cerré la puerta y me dirigí al salón donde seguía mi compañera llorando y berreando como si la estuvieran matando. No tuve más remedio que darle una bofetada para calmarla, pero no lo conseguí. Tuve que emplearme a fondo para que volviera en sí. Cuando pudo recuperar un poco la compostura, me explicó lo que había pasado.
Antes de que volviera yo de mi viaje el calor en la ciudad era más que insoportable. Ella había estado todo el día en la calle hasta por la tarde. Cuando regresó al piso vio la misma escena que yo. Todo el edificio estaba helado. El frío que hacía dentro era de agradecer. Al entrar en el piso todo estaba recubierto por la escarcha. Pronto encontró la respuesta a el cambio de temperatura: la puerta del congelador estaba abierta. Había estado toda la noche y todo el día. Fue a preguntarle a Winnie lo que había pasado pero no pudo. Se lo encontró congelado en una postura sospechosa...
Me dio pena después de todo. Pobre, con lo infeliz que era morir así, de esa manera tan poco digna. Me dijo que estuvo varios días en los que no sabía que hacer con él. Entraba de vez en cuando en la habitación por si se había movido o algo, pero no. Seguía muerto poniéndose cada vez más morado y con más escarcha por encima.
- ¿Y ahora dónde está?
Empezó a llorar otra vez, de una manera desconsolada. No debería ser normal esa manera de llorar. De los ojos no salían lágrimas sino torrentes de agua que estaban empezando a derretir la nieve, convirtiéndola en un hielo resbaladizo y peligroso. Lloraba y lloraba sin consuelo, y yo seguía sin saber por qué. Con el agua casi por las rodillas pude calmarla otra vez y me contó el por qué de su llanto.
El piso se había convertido en algo parecido al Polo Norte, las mantas y los abrigos no conseguían que entrara en calor, la comida se había acabado y todo el dinero que tenía lo perdió en una de esas timbas de pocker que se celebraban en mi cuarto. Me contó, justificándose por el hambre y la desesperación, había hecho algo feo. Imaginé que había chantajeado a alguno de los de la timba, acostándose con él y amenazándolo con contárselo a su mujer, cosa que no me parecía tan deleznable como me hacía ver. Eso ya lo hacía a menudo.
- Me he comido a Winnie de Pooh...
- ¿Crudo?
- No. Un día lo puse en salsa. Otro lo hice a la plancha y ayer lo freí con patatas y ajos...
- ¿Pero estaba bueno?
- No, eso es lo que más me indigna. Todo en trabajo que me dio hasta meterlo en la sartén, para que luego me saliera duro.
- Es lo que tiene la carne humana, siempre sale poco hecha
Y de nuevo el llanto desconsolado.
Ahora más que pena me daba risa, pobre idiota. Toda su vida encerrado en una casa, creyéndose que estaría más seguro que en la calle. Todo para qué. Para morir congelado y comido por tu compañera de piso con menos delicadeza que si te comieras un menú de un burguer.
Ella seguí llorando y llorando.
Fui a la cocina, al lugar donde se había originado todo. Miré al congelador y me dio miedo. Un aparato tan pequeño puede joderte la vida para siempre. Sólo había que ver a la desgraciada que se deshacía llorando en el salón. Nunca sería la misma.
Dejó de llorar y volví al salón. Había muerto. Sí, se había ahogado por sus propias lágrimas. Eso si que era una verdadera faena.
¿Por qué mis compañeros de piso se había empeñado en morirse al mismo tiempo? Ahora me tocaría pagar el alquiler a mi sola. Encima el casero me haría pagar todos los desperfectos de los que no tenía culpa. Sería mi ruina.
Encendí un cigarro y salí al balcón. En la calle seguía haciendo calor, un calor casi infernal. Los coches seguían gritando, las personas tocaban sus cláxones y yo tendría que hacer frente a una deuda casi millonaria por culpa de mi compañera antropófaga y llorona.
Apuré el cigarrillo hasta llegar al filtro a pesar de que a mi nunca me gustaba fumar, lanzando la colilla a la calle.
Poco después todos los cristales saltaron por los aires. El kiosko de “El Petardo Feliz” dijo adiós. ¿Por qué todo el mundo quiere morirse al mismo tiempo?.
Dejó de llorar y volví al salón. Había muerto. Sí, se había ahogado por sus propias lágrimas. Eso si que era una verdadera faena.
¿Por qué mis compañeros de piso se había empeñado en morirse al mismo tiempo? Ahora me tocaría pagar el alquiler a mi sola. Encima el casero me haría pagar todos los desperfectos de los que no tenía culpa. Sería mi ruina.
Encendí un cigarro y salí al balcón. En la calle seguía haciendo calor, un calor casi infernal. Los coches seguían gritando, las personas tocaban sus cláxones y yo tendría que hacer frente a una deuda casi millonaria por culpa de mi compañera antropófaga y llorona.
Apuré el cigarrillo hasta llegar al filtro a pesar de que a mi nunca me gustaba fumar, lanzando la colilla a la calle.
Poco después todos los cristales saltaron por los aires. El kiosko de “El Petardo Feliz” dijo adiós. ¿Por qué todo el mundo quiere morirse al mismo tiempo?.
Será el calor