3 de diciembre de 2006

Navidad, navidad, ¿dulce navidad?

Ya ha llegado la Navidad, ¿ya?. Sí, ya está aquí. Acabamos de empezar diciembre pero ya hay navidad, queramos o no. Y de eso, este año sé un poco, de lo adelantada que va, me refiero. Es sorprendente cómo cada vez las fechas se adelantan.
Cuando yo era pequeña no había navidad hasta el día de la lotería o el día de la función en el colegio. Casualmente, todos los años coincidían, por eso de darnos las vacaciones y las notas. ¡Ay las notas!.
Justo ese día me daba cuenta que ya estaba aquí. Ponía el Belén, sacaba del trastero el árbol esmirriadillo de todos los años, al que había que plantar en una maceta porque aún no existían los que vienen con pie. Era feo el condenao, pero qué gracioso quedaba adornado con el espumillón de colores y las bolas. Yo no tuve estrella hasta muy tarde, en su defecto lo coronaba con un pirulí plateado. Que más que un árbol, aquello parecía una antena sideral. Pero era lo que había. Los adornos pasaban de un año a otro sin ningún problema. Siempre eran las mismas bolas azules o rosas las que adornaban aquel proyecto de abeto. ¿Y el espumillón? Qué sufrido que era el pobre, hasta que no se reducía a trozos de diez centímetros no se iba a la tienda a comprar nuevo. Que no estaba la vida para tirar las cosas.

El nacimiento era lo mejor. El mío era bastante modesto, la verdad, pero no por eso dejaba de perder encanto. El primer año que puse un nacimiento en casa lo recordaré siempre por dos razones: fue el primero, y eso marca (o por lo menos a mí) y porque fue un acto de “madurez” que yo misma me apropié. Estaba enferma en casa con la varicela (por aquel entonces le llamábamos “pinchos”, no sé por qué, sería porque picaban con ansia) y muy aburrida, al ser contagiosa no recibía visitas de amigas por si se les “pegaba”, (qué poco sentido de la amistad!!!). El caso es que decidí montarlo yo solita en el mueble-bar de la sala. Dicho y hecho. Con una caja de mantecados (de las de 5 kg, que ya eran grandes) y un poco serrín del gato, limpio, claro está, e hice la primera ambientación de lo que horas más tarde sería Belén en el año 1. Con un trozo de papel de albal el río, previamente arrugado para dar la sensación de agua, un poco de nieve, por cortesía del corcho del televisor y ya tenía el Belén. Pastores con ovejas, pastoras lavando en el río, los reyes, ángeles y demás extras del Belén. Un lugar especial siempre era reservado para el “tío cagando”, a pesar de ser de lo más vulgar y que no pega nada, a mí siempre me hacía gracia la idea del apretón que le da un pastor que va a ver al Mesías. Por esa razón, siempre había que ponerlo, y no detrás de un pesebre u oculto entre rocas, no. Eso le pasó cuando vio al Ángel de la Anunciación a los Pastores. Y es que cómo no se le va a descomponer el cuerpo a alguien que se le aparece un tío volando en mitad de la noche diciéndote que vas a ver a un Dios. Pensaría que estaba muerto...

Tenía una amiga que más que un Belén, recreaba toda una ciudad y parte de otra. No faltaba nada ni nadie. Estaba más currao. Había cielo pintado con estrellas y luna, a pesar de que estaba todo nevado. El río era de agua de verdad, con sus piedras y todo. Luces, musgo y trozos pequeños de troncos que ambientaban más si cabe todo aquello. Me encantaba ir a verlo y a jugar en él. Sí, porque nosotras jugábamos en él, bueno con él. Aprovechábamos que su madre no estaba y usábamos a las pastoras para andar por el puente o ir a ver al niño Dios, como si fuera lo más normal del mundo.
Continuará...