2 de noviembre de 2006

Una cigüeña en el pasillo

Había mucho revuelo en casa. Todo el mundo gritaba y nadie me explicaba por qué. Me dirigía hacia mi dormitorio y me lo encontré, pobre animal, estaba asustado con tantas voces...




- Ringg, ringgg. Son las siete de la mañana, es veinticinco de febrero y ...-

La voz mecánica del aviso del despertador me sobresaltó esta mañana tanto que el corazón creía que se iba a salir. Apenas había podido dormir la noche anterior, estuve dando vueltas en la cama sin poder cerrar los ojos hasta la desesperación. Maldito café, no volvería a probar ni una gota en lo que me quedara de existencia. Cuando por fin logré poder dormir sonó el despertador, no podía ser verdad.
Con más que trabajo me levanté de la cama y me dirigí al baño. Mientras me afeitaba, el reflejo en el espejo me devolvía la imagen de un hombre viejo y cansado. No era mayor, pero las rutinas encanecieron todo, el cabello, el trabajo, la vida... No quería darme cuenta, pero el espejo nunca miente.
Café sin azúcar. Sería el primero de muchos, los mismos que horas más tarde no dejarían que durmiese de un tirón por la noche. Pero los necesitaba para todo, para coger el metro, para poder estar ocho horas delante de la pantalla del ordenador, para hablar con los compañeros de trabajo de temas sin más trascendencia. Era así, no siempre hacemos las cosas de manera que nos beneficien.

El trabajo en la oficina era tedioso y gris, al igual que la propia oficina. Esa mañana no sería muy distinta a las demás. Informes y más informes. Me senté delante de la mesa del ordenador con el segundo café solo y sin azúcar intentando que arrancara de una vez el maldito aparato. Teníamos la tecnología de la Edad de Piedra, los ordenadores tardaban siglos en ponerse en marcha, lo que iba sumando enteros para estar toda la mañana de mal humor. Sólo un ordenador con internet en toda la oficina, ni falta hace decir cuán de solicitado estaba a lo largo del día.
La mañana era eterna en aquel tercero derecha habilitado para la empresa. Las ventanas nos mostraban una maravillosa vista del edificio de enfrente: una pared de ladrillos. Todo era por el bien de la empresa y del rendimiento de los trabajadores decía el capullo de mi jefe. Pero creo que más que por el bien de la empresa y el de los trabajadores, lo que se la traía al fresco, era por no tener que pagar más por otro sitio que reuniera condiciones de trabajo menos deprimentes. A parte de capullo era un rata. Acabaría muerto en cualquier callejón, de eso estaba completamente seguro.
La hora de la comida era aun más triste que todo lo demás. Comida fría, una ensalada y un sándwich de pollo era todo lo que la cafetería de la esquina nos podía ofrecer. Y para qué más, con sólo quince minutos de descanso no puedes comerte una dorada a la espalda, me dijo un compañero una vez. Tenía razón. Eso sería romper con toda esta mediocridad reinante y al final perdería el encanto. Reservaría ese plato para alguna ocasión especial.
Sólo tenía que dejar pasar cuatro horas más, eso no era nada. Dejar la mente en blanco, no pensar en todo lo que me rodeaba, sólo cuatro horas, doscientos cuarenta minutos, eso no era nada. Había soportado cosas peores.
Pude conectarme por un segundo a internet, los asiduos a ese ordenador lo habían dejado libre, pero no podía entretenerme mucho. Miré las noticias deportivas, el resultado de la lotería, nada, otra vez será, y el correo. Éste era casi por obligación más que por encontrar algo interesante, las fechas de reuniones, juntas y demás actos de la empresa el jefe nos las comunicaba por ahí. El muy gilipollas, nos veía todos los días y nos tenía que citar por un correo electrónico, a pesar de que la empresa no disponía de una conexión a internet, haciéndonos el apaño un modem viejo.
En la bandeja de entrada mucha basura, publicidad, ofertas de contactos, mensajes en cadena... y uno que se dirigía a mi nombre de pila, curioso porque eso lo sabía sólo el banco, el casero y mi madre, y no creía que si me tuvieran que notificar algo lo hicieran por aquí. O por lo menos no los dos últimos.
Abrí el correo y comencé a leer. Me había tocado un viaje, ¡un viaje!. No podía ser verdad, no a mí. ¿Cómo sabían todos mis datos? Si yo no los había dado, ¿quién entonces? Me daba igual, era un viaje durante una semana a una isla del pacífico. Llamé al número que figuraba en la página y me lo confirmaron, era yo el ganador. Ahora debía hacer las maletas, mi avión salía dentro de cinco horas y tenía tantas cosas por hacer que no sabía si podría con todas.

Salí a la calle a la carrera, sólo cuatro horas para embarcar y aún tenía que recoger el billete de la agencia. La hora que había perdido haciéndole la pelota al inepto de mi jefe era valiosísima, tenía que hacer la maleta, encontrar el pasaporte, los billetes... Me estaba asfixiando intentando volver a casa. ¡Un viaje! El día, después de todo, habría merecido la pena.

En la calle esperando con la maleta hecha, el billete en el bolsillo de mi chaqueta y con una sonrisa de oreja a oreja, esperé al taxi. Todo era perfecto, haber ganado el concurso, ahora el viaje, el sol, la playa. Podría descansar durante una semana completa sin preocuparme de nada, ni de trabajo, ni de dinero, ni de la mierda de vida que tenía. Sólo sol y playa. Un buen momento para comerme esa dorada a la espalda, esa iba a ser mi ocasión especial. En esto estaba cuando el taxi se paró delante mía.

- Al aeropuerto, por favor, llevo prisa -